Serpiente

Sedania era una serpiente verde que tenía un ferviente deseo de casarse. No era sino con
pesar que rechazaba a los candidatos que la buscaban, aún así esta historia comienza con
su boda, el elegido; una cobra, lo que sucitó cuchicheos en su tierra previo al evento.


Como parte de su preparación marital debía bajar al río una semana, mientras que su
prometido subiría al monte para realizar un cambio de piel antes de la unión, como dicta la
costumbre. Este estado de muerte y transformación era sin duda el más delicado de su
especie; se quedaban tiesos, inmóviles, vulnerables, poco a poco dejando que el cuerpo y el
instinto hicieran su labor. La soledad era indispensable. Pasado el tiempo determinado, el
punto de encuentro sería en una nopalera junto a unos cactus redondos de púas largas. Ahí
los suyos habían preparado algunas tunas y bichos para compartir. Aunque nadie del clan
soñaría de prometerse con una cobra, ella entendía perfectamente lo que hacía; había
asechado al extranjero desde que pisó la región. Cuando le dio el visto bueno dejó un
pañuelo con su aroma por el árbol donde él dormía y se había dejado ver constantemente
cerca de los arrayanes. Poco después le llegó la insistente propuesta de casamiento a su
padre y en su confirmación la primera parte de su plan quedó completa.


Era sin duda una unión bizarra la de una serpiente verde con una cobra, pero el siseo que
dominaba la celebración ya no era por eso. Él, por su parte, había regresado del monte con
un jabalí muerto como ofrenda, dejando a todos tuturutos, atónitos y maravillados. Notó
que su próximo amante era mucho más de lo que esperaba. Su semblante era tosco, grande,
café, tenía una corona gigantesca en la cabeza con unos ojos pintados en la nuca. Había
escuchado hablar de las cobras pero esta era la primera que conocía.


Camino al altar su padre le removió un poco de tierra de la mejilla. Para evitar cambiar de
piel las serpientes deben mantenerse extremadamente ocupadas: Así fue como Sedania lo
logró: A unos kilómetros del río donde supuestamente debía renovarse, cruzando un maizal,
se vislumbraba una cabaña. Desde más cerca se veía una terraza vacía, una mecedora vieja
y un comedero para pájaros colgado de la biga que protegía el balcón. Se postró frente a la
puerta para descubrir que la manija estaba abierta. Entró discreta, pero el piso crujió. Sus
filosos dientes urgían salir. Una anciana la contempló con una canasta en la mano, su aspecto
era áspero, con cabello largo, blanco y trenzado, miles de arrugas, cachetes flácidos y de
vestuario solo portaba un huipil beige con bordados cafés en forma de aves. Se conocían
perfectamente pues la abuela y Sedania tenían un largo historial de encuentros furtivos en
donde se enseñaban todo lo que podían. De la inhóspita cueva que la anciana tenía por
boca dijo:
-Quiero que sepas que a partir de este momento nunca te dejaré sola. Cada paso que des
tendrá su doble.
Sedania se le enroscó en el brazo y abalanzó los dientes sobre su flácido cuello, antes de
asfixiarla. Después contempló su rostro impávido y muerto. Afuera de su casa enterró una
marquesa hermosa de zafiro, una estatua en forma de elefante de marfil, un abrigo negro,
unas monedas de oro, una botella de mezcal, frutos secos y un cuadro de un paisaje de óleo.


Su intención naturalmente era recuperarlos después de las nupcias.
Ese instante, frente al altar, solo ella sabía lo que había hecho y las riquezas que ahora tenía.
Miró de reojo a la abuela mientras anunciaba el acepto que conducía al final de la ceremonia.